Olores desagradables, rozamientos inesperados, frenadas abruptas, empujones: ¡Quién no ha gozado un micro! Si no has vivido algunas de las experiencias antes mecionadas en el transporte público limeño es que aún te falta sentir la quintaesencia, el saborcito, de nuestra querida ciudad. Eso sirve solamente para nombrar lo que sucede dentro de estos pequeños vehículos, mal llamados combis, micros, cústers, y un poco más familiarmente, microbios.
Afuera, en la avenida, el caos prima: insultos, abusos, cuadradas, frenazos en medio de la pista. "¡Avanza pe, cuñado!" "¡Animal!" Más insultos. Amenazas. Vocinazos. "¿Qué, quieres que me baje? ¿Me bajo? Ya vas a ver nomás..."
El gran pandemonio se libra de 7:30 hasta aproximandamente las 8:50 de la mañana. Y por las noches estas carrozas del infuerno son liberadas desde las 7:00 hasta eso de las 9:00. Estos despiadados ven el manejar como si fuera un jueguito de su Wii o PSP, donde matar a más peatones les diera un bonus de puntos. Es suficiente ver las noticias, o hasta incluso salir a la esquina de la avenida más cercana, para ser un expectador directo de las pericias de estos señores.
No basta con decir que la experiencia de levantar el brazo y escurrirse entre las mochilas, carteras, maraña de brazos y piernas, es mejor que subirse a una montaña rusa del primer orden; lo más verídico e interesante del caso es que solamente nos cuesta un sol, o un sol veinte para los que soportan esta tortura por más minutos. No cuento el pasaje de cincuenta céntimos porque a los escolares ni los recogen, y si lo hacen les obligan a pagar el pasaje completo. O sea que además de abusar con sus vocinas, insultos, cuadradas en medio de la pista, también abusan de los pobres chibolos que lo único que quieren es llegar a clases.
Y lo digo porque lo he vivido en carne propia. Resulta qure antes vivía en la avenida Roca y Bologna y el micro para ir a mi colegio -que queda en la molina- sólo pasaba por Benavides. Una caminada impresionante, y además de eso, como andaba con mi uniforme, los indeseables no paraban. Tenía que caminar hasta el semáforo tres cuadras más arriba o esperar a que un policía se plante al costado para que no se fueran de largo (cosa muy poco frecuente). También cabe resaltar que los paraderos, hasta donde yo recuerdo, eran escasos o nulos. Ya, no seamos tan buena gente, eran inexistentes.
Si es que acaso esa no pareciera la fechoría más grande de mis amigos los microbuseros, también está lo que mencionaba al principio. Que se quedan parados en medio de un cruce, pero solamente porque no les da la regalada gana de retroceder -o de no meterse en medio de la pista-. Y bien, cualquier incauto que no viva aquí o que no sea perufílico se preguntará qué pasó con los policías, los defensores del orden, la autoridad. Pues, ese tema, con muchas más vertientes y riquísimo en contenido quedará pendiente para un siguiente post.
Si toda esta recolección de datos no te parece suficiente, anda chapa tu combi y luego nos cuentas qué tal el correteo.